Esa guerra que nos cuentan, no es mi guerra
Tal vez no sea yo el más
indicado,
ni sea el mejor ejemplo para
nadie
y hasta puede que, a pesar de lo
vivido,
lleve el carcaj vacío de saberes,
la lengua emponzoñada de
silencios
y el verbo acostumbrado a ser
historia,
para sin mérito alguno ponerme
a instruir con arengas a la
gente.
Pero hace ya algunos años, aún
muy joven,
aprendí a nadar contracorriente,
cuando alguien se empeñó en que
era Dios,
sus dogmas eran puro catecismo,
y el palo la cultura que impartía.
Tuve que recurrir al estudio y
al ingenio
para que mis trastadas evadieran
el palo cada día,
tal vez, por ello, aprendiera
también
que más allá del credo y del
rosario
existían otros mundos muy
diversos
que el ansia de saber iba
abrazando.
Después supe del odio y la
barbarie
que la avidez de poder genera,
supe también de una guerra civil,
que perdieron los de siempre,
de dos guerras mundiales y cien
más,
que sembraron el terror y la
muerte por la historia
y donde la razón de los
ganadores
la fijaba el poder de su
armamento
que era directamente proporcional
al poder colosal de su riqueza
y al de la información que
controlaba,
que manipulaba y que difundía.
Pero hoy otra guerra nos ocupa,
que nos sirve con ponderada
crudeza
imágenes de niños brutalmente
mutilados
y de ciudades enteras arrasadas,
donde el horror y la barbarie
extrema,
gobiernan sin cesar nuestras
retinas
y tejen sus coléricas telarañas,
que se exhiben impúdicas
poblando nuestra ventana tonta a
cualquier hora,
y atacan, con premeditación y
alevosía,
sin concedernos descanso alguno,
nuestro espacio consciente y
subconsciente
con balas informativas
disparadas
sin ojos detectores de inocentes
en su frente.
Es tal el exagerado exhibicionismo
informativo,
que, sibilinamente, deduzco interesado,
que quiero salir de este pozo
oscuro de silencio
y ascender a profundidad de
periscopio
para intentar ser claro, meridianamente
claro,
y lanzar mi torpedo con la
máxima decencia
a la sentina del torbellino de
opiniones dirigidas,
que día y noche acompañan nuestra
mesa
para declarar libremente que ninguna
guerra es justa.
¡Ninguna!
¿Lo fueron, acaso, Las Cruzadas
o la rebelión franquista?
¿Tal vez, lo fue la de Estados
Unidos en Vietnam…
o las de la familia Bush contra Irak?
¿Quizás lo es la de Israel con Palestina?
Sin duda alguna, tanto como la
de Putin contra Ucrania,
y todas ellas generaron asesinos
ignotos,
que togados heroicamente con los
colores de una bandera,
escondieron sus atroces actos
vandálicos
bajo un manto oscuro de silencio
o en sepulturas anónimas
al amparo de cualquier cuneta.
¡No, no y mil veces no!
No pretendáis entender
que mi torpe verbo poético
sea una disculpa de la invasión de
Ucrania por Rusia,
que condeno enérgicamente y sin
paliativos,
pero lo que yo intuyo
es que esta partida de ajedrez
la juegan dos potencias añejamente
enfrentadas
sobre el viejo y ajado tablero
de una Europa envejecida y
desgastada,
sin importarles que la sangre
inocente derramada
de las piezas que van perdiendo tras
cada movimiento
deteriore aún más el tablero de
juego.
Y yo que jamás he creído en las
banderas
y en mi alma anidan pájaros de
paz
que rellenan sus cananas de
palabras,
a pesar de que los daños
colaterales
me afecten seriamente en el
plano económico
declaro firmemente y sin pudor
alguno,
que, esa guerra, que nos cuentan,
no es mi guerra.
© ~ Antonio Urdiales Camacho
Talavera de la Reina a uno de
Abril de 2022